domingo, 29 de julio de 2007

MODERNIDAD Y REVOLUCION por Perry anderson


El tema de nuestra sesión de hoy ha sido un foco de debate intelectual y pasión política durante, al menos, las seis o siete últimas décadas.** En otras palabras, tiene ya una larga historia. Sin embargo, en el último año ha aparecido un libro que reabre el debate con una pasión tan renovada y una fuerza tan innegable que ninguna reflexión contemporánea sobre estas dos ideas, “modernidad” y “revolución”, podría dejar de ocuparse de él. El libro al que me refiero es All that is Solid Melts into Air (Todo la que es sólido se evapora en el aire), de Marshall Berman. Mis observaciones hoy tratarán –muy brevemente– de analizar la estructura del argumento de Berman y considerar hasta qué punto nos ofrece una teoría convincente capaz de conjugar las nociones de modernidad y revolución. Empezaré reconstruyendo, de forma resumida, las líneas generales del libro, y luego procederé a hacer algunos comentarios sobre su validez. Una reconstrucción como ésta debe sacrificar el vuelo de la imaginación, la amplitud de la resonancia cultural, la fuerza de la inteligencia textual que dan su esplendor a All that is Solid Melts into Air. Estas cualidades harán sin duda de él, con el tiempo, un clásico en su género. Una correcta valoración de las mismas está hoy fuera de nuestras posibilidades, pero hay que decir desde un principio que un análisis sucinto del argumento general del libro no es en modo alguno el equivalente de una correcta evaluación de la importancia y el atractivo de la obra en su conjunto.
MODERNISMO, MODERNIDAD, MODERNIZACION
El argumento esencial de Berman empieza así: “Existe un modo de experiencia vital –la experiencia del tiempo y el espacio, de uno mismo y de los demás, de las posibilidades y peligros de la vida– que es compartido hoy por hombres y mujeres de todo el mundo. Llamaré a este conjunto de experiencias ‘modernidad’. Ser moderno es encontrarse en un ambiente que promete aventuras, poder, alegría, desarrollo, transformación de uno mismo y del mundo, y que, al mismo tiempo, amenaza con destruir todo lo que tenemos, todo lo que conocemos, todo lo que somos. Los ambientes y las experiencias modernas traspasan todas las fronteras de la geografía y las etnias, de las clases y las nacionalidades, de las religiones y las ideologías: en este sentido se puede decir que la modernidad une a toda la humanidad. Pero se trata de una unidad paradójica, una unidad de desunión; nos introduce a todos en un remolino de desintegración y renovación, de lucha y contradicción, de ambigüedad y angustia perpetuas.
Ser moderno es formar parte de un universo en el que, como dijo Marx ‘todo lo que es sólido
se evapora en el aire’”.
¿Qué es lo que genera ese remolino? Para Berman, es una multitud de procesos sociales –
enumera los descubrimientos científicos, los conflictos laborales, las transformaciones demográficas, la expansión urbana, los estadios nacionales, los movimientos de masas –,
impulsados todos ellos, en última instancia, por el mercado mundial capitalista “siempre en
expansión y sujeto a drásticas fluctuaciones”. A esos procesos los llama, para abreviar,
modernización socioeconómica. De la experiencia nacida de la modernización surge a su vez
lo que Berman describe como “la asombrosa variedad de visiones e ideas que se proponen
hacer de los hombres y las mujeres –tanto los sujetos como los objetos de la modernización,
darles la capacidad de cambiar el mundo que los está cambiando, salir del remolino y
apropiarse de él” son “unas visiones y unos valores que han pasado a ser agrupados bajo el
nombre de “modernismo”. La ambición de su libro es, pues, revelar la “dialéctica de la
modernización y del modernismo”.2
Entre una y otro se encuentra, como hemos visto, el término medio de la propia
modernidad, que no es ni un proceso económico ni una visión cultural sino la experiencia
histórica que media entre uno y otra. ¿Qué es lo que constituye la naturaleza del vínculo entre
ambos? Para Berman es esencialmente el desarrollo. Este es realmente el concepto central de
su libro y la fuente de la mayoría de sus paradojas, algunas de ellas lúcidas y convincentemente explotadas en sus páginas, otras menos. En All that is Solid Melts into Air “desarrollo” significa dos cosas al mismo tiempo. Por una parte, se refiere a las gigantescas transformaciones objetivas de la sociedad desencadenadas por el advenimiento del mercado mundial capitalista: es decir, esencial aunque no exclusivamente, el desarrollo económico. Por otra parte, se refiere a las enormes transformaciones subjetivas de la vida y la personalidad individuales que se producen bajo el impacto: todo lo que encierra la noción de autodesarrollo como reforzamiento de la capacidad humana y ampliación de la experiencia humana. Para Berman la combinación de ambos, bajo la presión del mercado mundial, provoca necesariamente una tensión dramática dentro de los individuos que sufren el desarrollo en ambos sentidos. Por un lado el capitalismo –en la inolvidable frase de Marx en el Manifiesto, que constituye el leitmotiv del libro de Berman– hace trizas toda limitación ancestral y toda restricción feudal, toda inmovilidad social y toda tradición claustral, en una inmensa operación de limpieza de los escombros culturales y consuetudinarios en todo el mundo. A este proceso corresponde una tremenda emancipación de las posibilidades y la sensibilidad del individuo, ahora cada vez más liberado del estatus social fijo y de la rígida jerarquía de papeles del pasado precapitalista, con su moral estrecha y su imaginación limitada. Por otro lado, como subrayaba Marx, la misma embestida del desarrollo económico capitalista genera también una
sociedad brutalmente alienada y atomizada, desgarrada por una insensible explotación económica y una fría indiferencia social, que destruye todos los valores culturales o políticos que ella misma ha hecho posible. De igual modo, en el plano psicológico, el autodesarrollo en estas condiciones sólo podría significar una profunda desorientación e inseguridad, frustración y desesperación, que son concomitantes –y en realidad inseparables – de la sensación de ensanchamiento y alborozo, de las nuevas capacidades y sentimientos liberados al mismo tiempo. “Esta atmósfera –escribe Berman– de agitación y turbulencia, de vértigo y embriaguez psíquica, de expansión de las posibilidades experimentales y de destrucción de las morales y de los lazos personales, de autoensanchamiento y autodescomposición, fantasmas de la calle y del alma, es la atmósfera en la que nace la sensibilidad moderna”.
Esta sensibilidad data, en sus manifestaciones iniciales, del advenimiento del propio mercado mundial hacia el año 1500. Pero en su primera fase, que para Berman dura hasta 1790, carece aún de un vocabulario común. Una segunda fase se extiende a lo largo del siglo XIX y es aquí donde la experiencia de la modernidad se traduce en las diversas visiones clásicas del modernismo, que Berman define esencialmente por su gran capacidad de captar las dos caras de las contradicciones sin precedentes del mundo material y espiritual sin convertir jamás estas actitudes en antítesis estáticas o inmutables. Goethe es el prototipo de esta nueva visión en su Fausto, que Berman analiza en un magnífico capítulo como una tragedia del individuo que se desarrolla en este doble sentido. Marx en el Manifiesto y Baudelaire en sus poemas en prosa sobre París son presentados como emparentados por el mismo descubrimiento de la modernidad, una modernidad prolongada, en las peculiares condiciones de una modernización impuesta desde arriba a una sociedad atrasada, en la larga tradición literaria de San Petersburgo que va desde Pushkin y Gogol hasta Dostoievski y
Mandelstam. Una condición de la sensibilidad así creada, afirma Berman, era la existencia de
un público más o menos unificado que conservara todavía el recuerdo de lo que era vivir en un
mundo premoderno.
En el siglo XX, sin embargo, este público se amplió al tiempo que se fragmentaba en segmentos inconmensurables. Con ello la tensión dialéctica de la experiencia clásica de la modernidad sufrió una transformación crítica. Aunque el arte modernista cosechó más triunfos que ninguno antes – el siglo XX, dice Berman en una frase imprudente, “puede muy bien ser el más brillante y creativo de la historia del mundo”–,4 este arte ha dejado de influir en la vida del hombre de la calle o de conectar con ella: como dice Berman, “no sabemos cómo usar nuestro modernismo”.5 El resultado ha sido una drástica polarización del pensamiento moderno acerca de la propia experiencia de la modernidad que ha hecho desaparecer su carácter esencialmente ambiguo o dialéctico. Por una parte, la modernidad del siglo XX, desde Weber a Ortega, desde Eliot a Tate, desde Leavis a Marcuse, ha sido implacablemente condenada como jaula de hierro de conformismo y mediocridad, como erial espiritual de poblaciones privadas de toda comunidad orgánica o autonomía vital. Por otra parte, frente a estas visiones de desesperación cultural, en otra tradición que va desde Marinetti a Le Corbusier, desde Buckminster Fuller a Marshall McLuhan, por no hablar de los apologistas
incondicionales de la “teoría de la modernización capitalista”, la modernidad ha sido obsequiosamente descrita como la última palabra en excitación sensorial y satisfacción
universal, en la que una civilización mecanizada garantiza emociones estéticas y felicidades
sociales. Lo que estos dos enfoques tienen en común es una identificación simplista de la modernidad con la propia tecnología, que excluye radicalmente a la gente que produce y es
producida por ella. Como dice Berman: “Nuestros pensadores del siglo XIX fueron a la vez
entusiastas y enemigos de la vida moderna y lucharon incansablemente con sus ambigüedades
y contradicciones; sus ironías y sus tensiones internas fueron una fuente esencial de fuerza
creadora. Sus sucesores del siglo XX se han inclinado mucho más por una rígida polarización
y una simplista totalización. La modernidad o bien es aceptada con un entusiasmo ciego y acrítico o bien es condenada con un desprecio y un distanciamiento olímpicos: en cualquier caso es concebida como un monolito cerrado, incapaz de ser modelado o cambiado por los hombres modernos. Las visiones abiertas de la vida han sido remplazadas por visiones cerradas, el ‘y’ ha sido reemplazado por el ‘o’ ”.6 El propósito del libro de Berman es contribuir a restablecer nuestro sentido de la modernidad reapropiándose de las visiones clásicas de aquélla. “Puede pues resultar que retroceder sea una forma de avanzar, que recordar los modernismos del siglo XIX pueda darnos la visión y el valor necesarios para crear los modernismos del siglo XXI. Este acto de recordar puede ayudarnos a llevar al modernismo de nuevo a sus raíces a fin de que pueda nutrirse y renovarse, enfrentarse a las aventuras y los peligros que tiene por delante”.7
Esta es la tesis general de All that is Solid Melts into Air. El libro contiene, sin embargo, un
subtexto muy importante que hay que señalar. Tanto el título de Berman como el tema organizador proceden del Manifiesto comunista, y su capítulo sobre Marx es uno de los más interesantes del libro. Sin embargo, termina sugiriendo que el análisis marxista de la dinámica de la modernidad mina la perspectiva misma del futuro comunista al que Marx pensaba que llevaría. Pues sí la esencia de la liberación con respecto a la sociedad burguesa fuera por primera vez un desarrollo verdaderamente limitado del individuo – al ser ahora traspasados los límites del capital, con todas sus deformidades –, ¿qué garantizarla la armonía de los individuos así emancipados o la estabilidad de cualquier sociedad formada por ellos? “Aun cuando los trabajadores construyeran realmente un movimiento comunista triunfante y aun cuando este movimiento generara una revolución triunfante”, se pregunta Berman, “¿cómo, en medio de la marca de la vida moderna, se las arreglarían para construir una sólida sociedad comunista? ¿Que puede impedir a las fuerzas sociales que han disuelto el capitalismo disolver también el comunismo? Si todas las nuevas relaciones se hacen añejas antes de haber podido osificarse, ¿cómo es posible mantener vivas la solidaridad, la fraternidad y la ayuda mutua?
Un gobierno comunista podría tratar de contener la marca imponiendo restricciones radicales
no solamente a la actividad y a la iniciativa económica (cosa que han hecho tanto los
gobiernos socialistas como todos los estados del bienestar capitalista), sino también a la
expresión personal, cultural y política. Pero en la medida en que triunfara tal política, ¿no sería
una traición al objetivo marxista del libre desarrollo de todos y cada uno?”.8 No obstante –cito
de nuevo– “si un comunismo triunfante afluyera algún día por las compuertas que abre el libre
cambio, ¿quién sabe qué horribles impulsos podrían afluir con él, siguiendo su estela o
inmersos dentro de él? Es fácil imaginar cómo podría desarrollar una sociedad partidaria del
libre desarrollo de todos y cada uno de sus propias variedades distintivas de nihilismo. De
hecho, un nihilismo comunista podría resultar mucho más explosivo y desintegrador que su precursor, el nihilismo burgués –aunque también más atrevido y original –, porque mientras
que el capitalismo encierra las infinitas posibilidades de la vida moderna dentro de unos límites, el comunismo de Marx podría lanzar al individuo liberado a espacios humanos inmensos y esconocidos sin límite alguno”. Berman concluye: “Así pues, irónicamente, podemos ver cómo la dialéctica de la modernidad de Marx reconstruye el destino de la sociedad que describe, generando energías e ideas que luego se esfuman”.9

NECESIDAD DE UNA PERIODIZACION
El argumento de Berman, como ya he dicho, es original y llamativo. Está presentado con gran habilidad literaria y rigor. A una generosa postura política une un cálido entusiasmo intelectual por su tema: se podría decir que tanto la noción de moderno como la de revolucionario salen oralmente redimidas de sus páginas. De hecho el modernismo es para Berman, por definición, profundamente revolucionario. En la cubierta de su libro proclama:
“Contrariamente a la creencia convencional, la revolución modernista no ha acabado”.
El libro, escrito desde la izquierda, merece la más amplia discusión por parte de la izquierda. Esta discusión debería iniciarse por el análisis de los términos clave de Berman, “modernización” y “modernismo”, y luego por el vínculo entre ambos mediante la noción bivalente de “desarrollo”. Si hacemos esto, lo primero que llama la atención es que, si bien Berman ha captado con inigualable fuerza de imaginación una dimensión crítica de la visión de la historia de Marx en el Manifiesto comunista, omite o pasa por alto otra dimensión no menos crítica para Marx y complementaria de aquélla. La acumulación de capital – es para Marx, junto con la incesante expansión de la forma de mercancía a través del mercado, un disolvente universal del viejo mundo social, y puede ser legítimamente presentada como un proceso en el que se da .una revolución continua de la producción, una incesante conmoción de todas las condiciones sociales y una inquietud y un movimiento constantes', en palabras de Marx. Obsérvense los tres adjetivos: continuo, incesante y constante. Denotan un tiempo histórico homogéneo, en el que cada momento es perpetuamente diferente de los demás por el hecho de estar próximo, pero –por la misma razón – es eternamente igual corno unidad intercambiable en un proceso que se repite hasta el infinito. Este hincapié, extrapolado de la totalidad de la teoría marxista del desarrollo capitalista, da lugar rápida y fácilmente al paradigma de la modernización propiamente dicho, teoría por supuesto antimarxista desde el punto de vista político. Sin embargo, para nuestros propósitos lo importante es que la idea de modernización implica una concepción de desarrollo fundamentalmente rectilíneo, un proceso
de flujo continuo en el que no hay una auténtica diferenciación entre una coyuntura o época y
otra, a no ser en términos de una mera sucesión cronológica de lo viejo y lo nuevo, lo anterior
y lo posterior, categorías sujetas a una incesante permutación de posiciones en una dirección, a
medida que pasa el tiempo y lo posterior se convierte en lo anterior y lo nuevo en lo viejo.
Esta es, por supuesto, una descripción correcta de la temporalidad del mercado y de las
mercancías que circulan por él.
Pero la concepción que tenla Marx del tiempo histórico del modo de producción capitalista,
en su conjunto era muy distinta de ésta: se trataba de una temporalidad compleja y diferencial,
en la que los episodios o épocas eran discontinuos entre sí y heterogéneos en si. La forma más
obvia en la que esta temporalidad diferencial entra en la construcción misma del modelo de
capitalismo de Marx es, por supuesto, el nivel del orden clasista generado por ella. En general,
se puede decir que las clases como tales apenas figuran en la explicación de Berman. La única
excepción significativa es un excelente análisis del grado en que la burguesía no se ha ajustado
nunca al absolutismo librecambista postulado por Marx en el Manifiesto, pero esto tiene pocas
repercusiones en la arquitectura de su libro, en el que hay poco espacio entre la economía, por
un lado, y la psicología por otro, salvo para la cultura del modernismo que une a ambas. En
efecto, se echa de menos a la sociedad como tal. Pero si consideramos la descripción que hace
de esta sociedad, lo que encontramos es algo muy diferente de un proceso de desarrollo rectilíneo. Más bien la trayectoria del orden burgués es curvilínea. No sigue una línea recta que avance incesantemente, ni un circulo que se expanda infinitamente, sino una acusada parábola. La sociedad burguesa conoce un ascenso, una estabilización y un descenso. En los pasajes de los Grundrisse que contienen las afirmaciones más líricas e incondicionales acerca de la unidad del desarrollo económico y el desarrollo individual que sirve de eje al argumento de Berman, cuando Marx define la “floración” de la base del modo de producción capitalista como “el punto en el cual es compatible con el más alto desarrollo de las fuerzas productivas, y por tanto, también con el más alto desarrollo de los individuos”, afirma también expresamente: “Pero siempre es, no obstante, esta base, esta planta como floración; de ahí el marchitamiento tras la floración y como consecuencia de la floración”. “Una vez alcanzado este punto”, prosigue Marx, “el desarrollo posterior se presenta como decadencia”.10 En otras palabras, la historia del capitalismo debe ser periodizada y su trayectoria reconstruida si se quiere tener una idea exacta de lo que significa realmente el “desarrollo” capitalista. El concepto de modernización impide que exista siquiera tal posibilidad.
MULTIPLICIDAD DE MODERNISMOS
Volvamos al término complementarlo de Berman, “modernismo”. Aunque es posterior a la
modernización, en el sentido de que marca la llegada de un vocabulario coherente para una
experiencia de modernidad anterior a él, una vez instalado el modernismo no conoce tampoco
ningún principio interno de variación. Simplemente sigue reproduciéndose. Es muy significativo que Berman tenga que afirmar que el arte del modernismo ha florecido, está floreciendo como nunca en el siglo XX, al tiempo que protesta de las tendencias del pensamiento que nos impiden incorporar debidamente este arte a nuestra vida. Esta postura presenta una serie de dificultades obvias. La primera es que el modernismo, como conjunto específico de formas estéticas, es por lo general fechado precisamente a partir del siglo XX: de hecho es habitualmente concebido por contraste con las formas realistas y clásicas de los siglos XIX, XVIII y anteriores. Prácticamente todos los textos literarios tan bien analizados por Berman –ya sea de Goethe, Baudelaire, Pushkin o Dostoievski – son anteriores al modernismo propiamente dicho, en el sentido usual de la palabra: las únicas excepciones son las ficciones de Bely y Mandelstam, que son precisamente productos del siglo XX. En otras palabras, por criterios más convencionales el modernismo también necesita ser colocado en el marco de una concepción más diferencial del tiempo histórico. Un segundo punto, relacionado con el anterior, es que una vez considerado en esta perspectiva es asombroso comprobar lo desigual que es su distribución geográfica. Aun dentro del mundo europeo o del mundo occidental en general hay importantes regiones que apenas han generado impulsos
modernistas. Mi propio país, Inglaterra, pionera de la industrialización capitalista y dueña del
mercado mundial durante un siglo, es un caso significativo: cabeza de playa para Eliot o
Pound, orilla opuesta para Joyce, no produjo prácticamente ningún movimiento nativo de tipo
modernista en las primeras décadas de este siglo, a diferencia de Alemania o Italia, Francia o
Rusia, Holanda o Norteamérica. No es casual que sea la gran ausente del panorama que presenta Berman en All that is Solid Melts into Air. Ese espacio del modernismo es también,pues, diferencial.
Una tercera objeción a la lectura que hace Berman del modernismo es que no establece distinciones entre tendencias estéticas muy contrastadas o dentro del campo de las prácticas estéticas que incluyen a las propias artes. Pero de hecho lo más notable en el amplio grupo de movimientos habitualmente reunidos bajo la rúbrica común del modernismo es la variedad proteica de las relaciones con la modernidad capitalista. El simbolismo, el expresionismo, el futurismo, el constructivismo, el surrealismo: hubo quizá cinco o seis corrientes decisivas de “modernismo” en las primeras décadas del siglo, de las cuales prácticamente todo lo que vino después fue una derivación o mutación. La naturaleza antitética de las doctrinas y prácticas peculiares de éstas seria por si misma suficiente, podría pensarse, para impedir la posibilidad de que pudiera haber una Stimmung característica que definiera la actitud modernista clásica hacia la modernidad. Buena parte del arte producido dentro de esta gama de posiciones contenía ya las cualidades de esas mismas polaridades criticadas por Berman en teorizaciones contemporáneas o posteriores de la cultura moderna en general. El expresionismo alemán y el futurismo italiano, con sus tonalidades respectivamente contrastadas, constituyen un ejemplo notable.
Una última dificultad de la argumentación de Berman es que es Incapaz de proporcionar, a partir de sus propios términos de referencia, una explicación de la divergencia que deplora entre el arte y el pensamiento, entre la práctica y la teoría de la modernidad en el siglo XX. De hecho, el tiempo se divide en su argumentación de forma significativa: se ha producido una especie de declive intelectual que su libro trata de invertir mediante un retorno al espíritu clásico del modernismo en su conjunto que inspire, por igual, al arte y al pensamiento. Pero este declive sigue siendo ininteligible dentro de su esquema, toda vez que la propia modernización es concebida como un proceso lineal de prolongación y expansión que necesariamente lleva consigo una constante renovación de las fuentes de arte modernista.
LA COYUNTURA SOCIOPOLITICA
Una forma alternativa de comprender los orígenes y aventuras del modernismo es considerar más detenidamente la temporalidad histórica diferencial en la que se inscribe. Hay una famosa forma de hacerlo dentro de la tradición marxista. Es la escogida por Lukács, quien encontró una relación directa entre el cambio de postura política del capital europeo tras las revoluciones de 1848 y el destino de las formas culturales producidas por la burguesía como clase social o dentro del ámbito de ésta. A partir de mediados del siglo XIX para Lukács la burguesía se vuelve abiertamente reaccionaria, abandonando su enfrentamiento con la nobleza para entablar una lucha a muerte contra el proletariado. Con ello entra en una fase de decadencia ideológica, cuya expresión estética inicial es predominantemente naturalista, pero termina desembocando en el modernismo de comienzos del siglo XX. Este esquema es generalmente criticado por la izquierda hoy en día. De hecho, la obra de Lukács dio lugar a menudo a análisis parciales bastante agudos en el campo de la filosofía propiamente dicha: El asalto a la razón está lejos de ser una obra despreciable, por desfigurada que quede tras su advertencia final. Por el contrario, en el campo de la literatura –la otra área general a que lo aplicó Lukács– el esquema resultó relativamente estéril. Es curioso que no haya ninguna exploración lukácsiana de ninguna obra de arte modernista comparable en detalle o
profundidad a su tratamiento de la estructura de las ideas de Schelling o Schopenhauer,
El error básico de la óptica de Lukács aquí es su evolucionismo: el tiempo difiere de una
época a otra, pero dentro de cada época todos los sectores de la realidad social se mueven de
forma sincrónica, de modo que el declive a un nivel debe reflejarse en un descenso a todos los
demás niveles. El resultado es una noción de “decadencia” generalizada en exceso, noción por
supuesto enormemente influenciada, podría decirse como atenuante, por el espectáculo del
hundimiento de la sociedad alemana y de la mayor parte de su cultura oficial en la que el
propio Lukács se había formado, en el nazismo.
Pero si ni el perennismo de, Berman ni el evolucionismo de Lukács proporcionan una
descripción satisfactoria del modernismo, ¿cuál es la alternativa? La hipótesis que esbozaré
brevemente aquí es que más bien deberíamos buscar una explicación coyuntural del conjunto
de prácticas y doctrinas estéticas posteriormente agrupadas como “modernistas”. Esta
explicación implicaría la intersección de diferentes temporalidades históricas para componer
una configuración típicamente sobredeterminada. ¿Cuáles fueron esas temporalidades? En mi
opinión, el “modernismo” ha de ser entendido ante todo como un campo cultural de fuerzas
triangulado por tres coordenadas decisivas. La primera de éstas está quizás insinuada por
Berman en un pasaje de su libro, pero la sitúa demasiado lejos en el tiempo, por lo que no la
capta con la suficiente precisión. Se trata de la codificación de un academicismo, sumamente
formalizado en las artes visuales y de otro tipo, a su vez institucionalizado dentro de los
regímenes oficiales de unos estados y una sociedad todavía masivamente influidos, y a
menudo dominados, por unas clases aristocráticas o terratenientes: unas clases que en cierto
sentido estaban económicamente “superadas”, sin duda, pero que en otro seguían marcando la
pauta política y cultural en todos los países de la Europa anterior a la primera guerra mundial.
Las conexiones entre estos dos fenómenos son gráficamente descritas en la reciente y
fundamental obra de Arno Mayer, The Persistence of the Old Regime,11 cuyo tema central es
la medida en que la sociedad europea estuvo dominada hasta 1914 por unas clases dominantes
agrarias o aristocráticas (no necesariamente idénticas, como deja bien claro el caso de
Francia), en unas economías en las que la industria pesada moderna constituía todavía un
sector sorprendentemente reducido de la mano de obra o del modelo de producción.
La segunda coordenada es pues un complemento lógico de la primera: la aparición todavía
incipiente, y por tanto esencialmente novedosa dentro de esas sociedades, de las tecnologías o
invenciones claves de la segunda revolución industrial: el teléfono, la radio, el automóvil. La
aviación, etc. Las industrias de consumo de masas basadas en las nuevas tecnologías todavía
no se habían implantado en Europa, donde el sector textil, el de la alimentación y el del
mueble seguían siendo con mucho los principales en cuanto a empleo y volumen de ventas en
1914.
La tercera coordenada de la coyuntura modernista, diría yo, fue la proximidad imaginativa
de la revolución social. El grado de esperanza o aprensión suscitados por la perspectiva de tal
revolución fue muy variable, pero en la mayor parte de Europa estuvo “en el aire” durante la
Belle Epoque. La razón, una vez más, es bastante sencilla: persistían las formas del Ancien
Régime dinástico como las llama Mayer: monarquías imperiales en Rusia, Alemania y Austria,
un precario orden real en Italia; incluso en Gran Bretaña, el Reino Unido se vio amenazado
con la desintegración regional y la guerra civil en los años anteriores a la primera guerra
mundial. En ningún Estado europeo era la democracia burguesa una forma acabada o el
movimiento obrero una fuerza integrada o cooptada. Los posibles resultados revolucionarios
de un derrumbamiento del viejo orden eran pues todavía profundamente ambiguos. ¿Sería el
nuevo orden más pura y radicalmente capitalista, o bien sería socialista? La revolución rusa de
1905-1907, que centró la atención de toda Europa, fue emblemática de esta ambigüedad: una
revuelta, a la vez e inseparablemente, burguesa y proletaria.
¿Cuál fue la contribución de cada una de estas coordenadas a la aparición del campo de
fuerzas que define el modernismo? En pocas palabras, creo que la siguiente: la persistencia de
los Anciens Régimes, y el academicismo concomitante, proporcionó una serie crítica de valores culturales con los cuales podían medirse las formas de arte insurgentes, pero también en término de los cuales podían en parte articularse. Sin el común adversario del academicismo oficial, el amplio abanico de las nuevas prácticas estéticas tiene escasa o nula unidad: es su tensión con los cánones establecidos o consagrados frente a ellas lo que constituye su definición como tales. Al mismo tiempo, sin embargo, el viejo orden, precisamente por su carácter todavía parcialmente aristocrático, permitía una serie de códigos y recursos con los cuales se podía hacer frente a los estragos del mercado como principio organizador de la cultura y la sociedad, uniformemente detestado por todos los tipos de modernismo. Los ejemplos clásicos de alta cultura que todavía perduraban – aunque
deformados y desvirtuados – en el academicismo de finales del siglo XIX, podían ser redimidos y utilizados contra él y también contra el espíritu comercial de la época tal como lo veían muchos de estos movimientos. La relación de imaginistas, como Pound con las convenciones eduardianas y la poesía lírica romana, o la del Eliot de los últimos tiempos con Dante y la metafísica, es típica de una de las caras de esta situación; la proximidad irónica de Proust o Musil a las aristocracias francesa o austríaca es típica de la otra. Al mismo tiempo, para un tipo diferente de sensibilidad “modernista”, las energías y los atractivos de una nueva era de la máquina eran un poderoso estímulo a la imaginación, reflejado, de forma bastante patente, en el cubismo parisino, el futurismo italiano o el constructivismo ruso. La condición de este interés, sin embargo, era la abstracción de las técnicas y artefactos con respecto a las relaciones sociales de producción que los generaban. En ningún caso fue el capitalismo como tal exaltado por cualquiera de las ramas del “modernismo”. Pero esta extrapolación fue hecha posible precisamente por el carácter incipiente del modelo socioeconómico aún Imprevisible que más tarde se consolidaría en torno a aquéllas. No se veía muy claro a dónde conducirían los nuevos ingenios e inventos. De aquí la celebración ambidextra –por así decirlo – de tales inventos desde la derecha y desde la izquierda: Marinetti o Maiakovski. Finalmente, la bruma
que se cernía sobre el horizonte de esta época dio mucha de su luz apocalíptica a aquellas corrientes del modernismo más decidida y violentamente radicales en su rechazo del orden social, la más significativa de las cuales fue sin duda el expresionismo alemán. El modernismo europeo de los primeros años de este siglo floreció pues en el espacio comprendido entre un pasado clásico todavía usable, un presente técnico todavía indeterminado y un futuro político todavía imprevisible. 0, dicho de otra manera, surgió en la Intersección entre un orden dominante semiaristocrático, una economía capitalista semi-industrializada y un movimiento obrero semiemergente o semiinsurgente.
La llegada de la primera guerra mundial alteró todas estas coordenadas pero no eliminó ninguna de ellas. Durante otros veinte años vivieron una especie de posteridad enfermiza.
Desde un punto de vista político, los estados dinásticos de Europa oriental y central desaparecieron. Pero la clase de los Junker conservó un gran poder en la Alemania de la posguerra; el Partido Radical, de base agraria, continuó dominando la III República en Francia sin grandes rupturas; en Gran Bretaña, el más aristocrático de los dos partidos tradicionales, el conservador, barrió prácticamente a sus rivales más burgueses, los liberales, y pasó a dominar todo el período de entreguerras. Desde un punto de vista social, hasta el final de los años '30 persistió un modo de vida típico de la clase alta, cuyo sello distintivo –que lo diferencia por completo de la existencia de los ricos tras la segunda guerra mundial – era el normal empleo de sirvientes.
Fue la última clase verdaderamente ociosa de la historia metropolitana. Inglaterra, donde esta continuidad fue más fuerte, iba a producir la más importante ficción sobre este mundo en Dance to the Music of Time, de Anthony Powell, rememoración no modernista de la época posterior. Desde el punto de vista económico, las industrias de producción en serie basadas en los nuevos inventos tecnológicos de comienzos del siglo XX solo consiguieron un cierto arraigo en dos países: Alemania en el período de Weimar e Inglaterra a finales de la década de1930. Pero en ningún caso hubo una implantación general o muy amplia de lo que Gramsci
llamaría el “fordismo”, a ejemplo de lo que por aquel entonces hacía dos décadas que existía
en los Estados Unidos. Europa estaba todavía una generación por detrás de Norteamérica en la
estructura de su industria civil y de su modelo de consumo en vísperas de la segunda guerra
mundial. Por último, la perspectiva de una revolución era ahora más cercana y tangible de lo
que había sido nunca, perspectiva que se había materializado de forma triunfal en Rusia, había
rozado con sus alas a Hungría, Italia y Alemania justo después de la primera guerra mundial, y
asumiría una nueva y dramática urgencia en España al final de este período. Fue en este espacio, prolongando a su modo una base anterior, donde las formas de arte genéricamente “modernistas” continuaron mostrando una gran vitalidad. Además de las obras maestras de la literatura publicadas en estos años pero esencialmente concebidas en años anteriores, el teatro brechtiano fue un producto memorable de la coyuntura de entreguerras en Alemania. Otro producto fue la primera aparición real del modernismo arquitectónico como movimiento con el Bauhaus. Un tercero fue la aparición de lo que seria de hecho la última de las grandes doctrinas de la vanguardia europea, el surrealismo, en Francia.
FIN DE TEMPORADA EN OCCIDENTE
Fue la segunda guerra mundial –y no la primera– la que destruyó estas tres coordenadas
históricas que he analizado, y con ella concluyó la vitalidad del modernismo. A partir de 1945
el antiguo orden semiaristocrático o agrario, con todo lo que le rodeaba, llegó a su término en
todos los países. Al fin se universalizó la democracia burguesa. Con ella se rompieron ciertos
lazos críticos con un pasado precapitalista. Al mismo tiempo, el “fordismo” hizo su irrupción.
La producción y el consumo de masas transformaron las economías de Europa occidental a
semejanza de la americana. Ya no podía haber la menor duda acerca del tipo de sociedad que
consolidarla esta tecnología: ahora se había instalado una civilización capitalista opresivamente estable y monolíticamente industrial. En un magnífico pasaje de su libro Marxism and Form, Fredric Jameson ha captado admirablemente lo que esto significó para las tradiciones de vanguardia que en otros tiempos habían apreciado las novedades de los años ’20 y ‘30 por su potencial onírico y desestabilizador: “La imagen surrealista”, observa, “fue un esfuerzo convulsivo por romper con las formas de mercancía del universo objetivo golpeándolas unas contra otras con fuerza”.12 Pero la condición de su éxito fue que .estos objetos –escenarios de una oportunidad objetiva o de una revelación preternatural– son inmediatamente identificables como productos de una economía aún no plenamente industrializada y sistematizada. Es decir, que los orígenes humanos de los productos de este período –su relación con el trabajo del que procedían– no habían sido todavía plenamente
ocultados; en su producción aún mostraban las huellas de una organización artesanal del trabajo, mientras que su distribución estaba todavía asegurada por una red de pequeños tenderos... Lo que prepara a estos productos para recibir la carga de energía psíquica característica de su uso por el surrealismo es precisamente la marca semiesbozada, no borrada, del trabajo humano; son aún un gesto congelado, todavía no despojado por completo de la subjetividad, y son por consiguiente tan misteriosos y expresivos potencialmente como el propio cuerpo humano”.13 Jameson prosigue: “No tenemos más que cambiar este ambiente de pequeños talleres y mostradores de tiendas de mercados y puestos callejeros por las gasolineras de las autopistas, las brillantes fotografías de las revistas o el paraíso de celofán de un drugstore americano, para darnos cuenta de que los objetos del surrealismo han desaparecido sin dejar huella. Ahora, en lo que podemos llamar el capitalismo posindustrial,
los productos que se nos suministran carecen de toda profundidad: su contenido de plástico es
totalmente incapaz de servir de conductor de la energía psíquica. Toda inversión libidinal en
tales objetos está excluida desde el principio, y podemos muy bien preguntarnos, si es cierto
que nuestro universo objetivo es desde ahora incapaz de producir cualquier 'símbolo susceptible de excitar la sensibilidad humana”, si no estamos en presencia de una transformación cultural de proporciones gigantescas, de una ruptura histórica de un tipo insospechadamente radical”.14
Finalmente, la imagen o la esperanza de una revolución se desvaneció en Occidente. El comienzo de la guerra fría y la sovietización de Europa oriental anularon cualquier perspectiva realista de un derrocamiento socialista del capitalismo avanzado durante todo un período histórico. La mbigüedad de la aristocracia, el absurdo del academicismo, la alegría de los primeros coches o películas, la tangibilidad de una alternativa socialista hablan desaparecido.
En su lugar reinaba ahora una economía rutinaria y burocratizada de producción universal de
mercancías, en la que consumo y cultura de masas se habían convertido en términos prácticamente intercambiables. Las vanguardias de posguerra serían esencialmente definidas por este telón de fondo totalmente nuevo. No es necesario juzgarlas por un tribunal luckacsiano para advertir lo evidente: poca de la literatura, la pintura, la música o la arquitectura de este periodo puede resistir una comparación con las de la época anterior.
Reflexionando sobre lo que él llama “la extraordinaria concentración de obras maestras en
torno a la primera guerra mundial”, Franco Moretti en su reciente libro Signs Taken for
Wonders, escribe: “Extraordinarias por su cantidad, como muestra la lista más somera Joyce y
Valéry, Rilke y Kafka, Svevo y Proust. Hofmannsthal y Musil, Apollinaire, Maiakovski), pero
todavía más por su abundancia (como está ahora claro, tras más de medio siglo), estas obras
constituyeron la última temporada literaria de la cultura occidental. En unos pocos años la
literatura europea dio todo lo que pudo, y parecía estar a punto de abrir nuevos e infinitos
horizontes: en lugar de esto, murió. Unos cuantos icebergs aislados y muchos imitadores, pero
nada comparable al pasado”15. Sería un tanto exagerado, pero –desgraciadamente– noexcesivo, generalizar este juicio a las otras artes