domingo, 8 de julio de 2007


SADE: PARADOJA Y EXTREMO DE LAS LUCES.



Introducción: Sade y la Época de las Luces.

“El sueño de la razón engendra monstruos.” Tal es el célebre epígrafe empleado por el pintor Francisco de Goya. Mirando la frase, surge casi de inmediato una pregunta por el sentido de la palabra “sueño.” Ya que, en nuestro idioma, la misma significa más de una cosa. Alude, por ejemplo, al acto de dormir, por lo que la locución goyesca podría querer decir que los monstruos son engendrados porque la razón está dormida. Alude, por otra parte, al acto de soñar, y entonces el sentido de la frase sería que la razón, cuando sueña, sueña monstruos.
¿Qué es un monstruo? Es una desviación, un defecto o un exceso en una estructura o con respecto a la norma (1). Una modificación heterodoxa, una alteración en la forma. Pero siempre la monstruosidad es referencial por definición. Siempre está contenida como posibilidad en la normalidad de la norma misma.
Se ha dicho que el racionalismo evolucionó desde una postura predominantemente cognoscitiva a una instrumental, desde un querer entender a la naturaleza a ser un instrumento de transformación y dominio sobre ella. Instrumento que por su propia exigencia interna estaba destinado a ser ilimitado, totalizante y totalitario, a acotar la totalidad de lo real entendido como racional y susceptible por lo tanto de ser conquistado por ésta, la razón decimonónica. Hay, entonces, una cierta violencia en el racionalismo, la que se manifiesta por esa voluntad de incluirlo todo. Esa unilateralidad es tal vez su exceso, su monstruosidad. No podía, por mera consecuencia, evitar caer en él, ni tampoco dejar de experimentar, asumir o padecer las consecuencias de llevar hasta el final sus postulados.
Un símil favorito de los ilustrados fue comparar la razón a la luz. Lo “claro y distinto” cartesiano adquiere en dicho contexto una intrínseca valoración positiva. La luz racional es así principio de orden, de revelación del lugar propio de cada cosa en el mundo. La luz deshace las nieblas de lo confuso, de la superstición, del engaño. Muestra la verdad tras lo aparente. El racionalismo deviene iluminismo. En esta perspectiva alienta ya lo que será el germen de una mirada técnica e industrial sobre el mundo. Mirada de la que queda eliminada, de entrada y por principio, la hipótesis del misterio, de lo inexplicable, de todo lo que no sea asimilable a lo “claro y distinto”. La luz de los ilustrados adoptará la figura del análisis, y el análisis, como dice Maurice Blanchot, es “una máquina que no se detiene fácilmente”.(2) Por el contrario, le es inherente el movimiento, la progresión, el recorrido. Un recorrido que en cada uno de los momentos que lo componen va disolviendo, descomponiendo el mundo en elementos asimilables al discurso que él mismo constituye. El análisis es de alguna manera ya movimiento perpetuo. Como disuelve cada vez lo indemostrable, es siempre provisional y jamás puede concluir ni detenerse. Es así síntoma y paradójico fundamento de un mundo sin finales ni principios.

Desde la perspectiva de un racionalismo excluyente, el mundo será reducido a espacialidad pura, o bien los objetos que lo componen dejarán de verse integrados por alguna forma de sentido. Lo que aquí desaparece es la interioridad, en definitiva el sujeto. Lo que queda es superficie y “membra disjecta”, objetos sin relación entre sí.
El movimiento romántico, a la par que valora los innegables aspectos liberadores del racionalismo, es en buena parte una reacción, una revuelta, contra las consecuencias de su desmesura. El grito de Novalis, que se vuelve “a la profunda medianoche”, parece dirigirse contra esa luz como de quirófano que ha privilegiado en un grado y un sentido monstruosos a lo “claro y distinto” cartesiano. Sumamente demostrativa de las complicadas y a veces contradictorias relaciones entre romanticismo e ilustración es la célebre novela “Frankenstein o el Moderno Prometeo”, de Mary W. Shelley, publicada en 1818. En primer lugar, por el conflicto de tipo ético que a ella subyace. El doctor Víctor Frankenstein es el hombre de la razón, el hijo legítimo de “Las Luces.” Su razonamiento implícito es el siguiente: puesto que puedo crear nueva vida a partir de la muerte, es lícito que efectivamente lo haga. Se pone así en juego la moral inmanente del racionalismo, donde el derecho no se distingue del hecho. Frankenstein creará a “su” monstruo, que será así el “hijo ilegítimo” de la razón, el bastardo engendrado por su sueño. En segundo lugar, si se reduce el argumento de la novela a su mínima expresión, nos quedamos con que se trata de que un hombre hace a un hombre. Víctor Frankenstein se desdobla al crear a su engendro, y este desdoblamiento significa la duplicación de la Naturaleza, noción esta última cara al pensamiento decimonónico. El conflicto ha cambiado de lugar, y puede plantarse ahora por la pregunta acerca de si puede irse en verdad más allá de la Naturaleza, es decir, si el acto de Frankenstein es en verdad “contra natura”. En tercer lugar, se pone de manifiesto en “Frankenstein...” una nueva perspectiva de lo corpóreo que será la propia del materialismo mecanicista – los herederos de Descartes, como Julien Offray de la Mettrie (1709- 1751), cuya obra “L’homme machine” se publicaría en 1748 - la del cuerpo como mera materia organizada, misma que posibilita que pueda ser considerado como artefacto o manufactura. Esta perspectiva más su aplicación tecnológica haría posible la fabricación de autómatas, como los de Jacques Vaucanson, tres de los cuales se exhibían en Londres en 1742.

Este es el medio cultural e intelectual en que vivió y escribió el Marqués de Sade (1740-1814), y es necesario tomarlo en cuenta para comprender el sentido de su obra. Como dice Jaime Rest, “nunca se insistirá bastante en el hecho de que Sade es un típico producto de su época.” (3). Es más; lo que se enuncia en sus textos no es sino el lógico y consecuente extremo de un racionalismo inmanente y abandonado a sí mismo, tanto es así que acaba por doblarse en su contrario. Es por ello que se ha considerado a Sade tanto como a un racionalista extremo e implacable como a un irracionalista.

El sentido del presente trabajo es, entonces, una aproximación al discurso sadiano en tanto paradoja y extremo de Las luces. Ello conlleva tanto el examen de la forma especial que el racionalismo decimonónico tomará en Sade como las consecuencias derivadas de su postura.
(1) Según la clasificación de Ambrosio Paré (1517-1590), los monstruos lo son por exceso, defecto o transposición de las partes.


La Negación del Referente.
La Naturaleza -de la que Descartes había dicho que hay que llegar a ser “amos y poseedores”– es una constante para la razón decimonónica. Generalmente, es admitida como un sistema cerrado, estático en su conjunto, aunque admita cambios en su interior. Podríamos añadir que incluso una concepción dinámica de la naturaleza, si la considera como puramente inmanente, es en el fondo estática, puesto que el movimiento que no se dirige a un “otro” trascendente no es en realidad sino ilusión de movimiento. En orden a responder la cuestión por la naturaleza y dicho “otro” o referente trascendental se pueden postular, para la época de Sade, cuatro posturas posibles:

a) Teísmo Trascendental. Dios es el “otro” con respecto al mundo, y como tal lo dinamiza y le otorga sentido.
b) Ateísmo Formal. Se niega a Dios, pero se mantiene la estructura de un mundo regulado. Postura bastante extendida, de la cual dice Klossowski que “se distingue apenas del deísmo, puesto que con el mismo derecho que la noción de Dios garantiza el yo responsable, su propiedad, la identidad individual”.
c) Panteísmo. Dios y el mundo no son dos cosas, sino un todo integrado. Los (aparentes) desórdenes se disuelven en el orden universal. “Rerum concordia discors” Una exposición magistral de esta idea la encontramos en la Ética de Spinoza.
d) Ateísmo Integral. La expresión es de Pierre Klossowski. La negación de Dios va seguida consecuencialmente de la de todas las estructuras normativas. En este contexto habría que inscribir la modalidad de ateísmo propia de Sade, el cual, comparado con el mencionado en el apartado “b”, resulta no sólo ateísmo, sino lo que podríamos llamar “ateleologismo.”

Se puede observar que existen más puntos de contacto, en el plano de las consecuencias, entre los apartados “c” y “d” (y, por supuesto, también “a” y “b”) que entre los pares alternativos. Resulta sugerente que, en “Juliette”, la Délbene haga a la protagonista la siguiente recomendación: “Nútrete de los grandes principios de Spinoza.” Será en el contexto del “ateísmo integral” en que Sade negará al referente para llevar en seguida al extremo y punto por punto las consecuencias de esta negación.
La Crítica de los Límites.
Lo que nos interesa aquí es examinar cómo Sade, asumiendo las consecuencias del “ateísmo integral”, lleva a cabo una crítica de los límites entitativos. Tal crítica es el resultado de su “ateleologismo”. Por el contrario, el teleologismo se caracteriza porque el movimiento de la naturaleza, en una visión trascendente, es realizado con vistas a un fin último universal. Este fin trascendente es aquello “para lo cual” el movimiento es realizado. Es lo que otorga un sentido y, por consiguiente, un orden a dicho movimiento y a los entes que lo integran, asignándole a cada uno sus límites, es decir, su forma. Entendida así, la forma es lo que hace que cada ente sea cada ente, lo que diferencia “esto” de “aquello” y “uno” de “otro”. Por lo tanto, es dicho fin el que más radicalmente hace que cada ente sea lo-que-es. Esta estructura cósmica regulada sufrirá una profunda alteración (una des-regulación) en el “ateísmo integral”. En tanto negación del referente último, éste será causa de que: a) el devenir quede absolutizado, transformado en movimiento perpetuo y b) tenga lugar una relativización y, en el extremo, una anulación de la forma, esto es, de la entidad de cada ente.
Toda la realidad del ente se agota en constituirse en un momento del movimiento perpetuo, única sustantividad realmente real, de un modo que resulta cercano al característico del panteísmo. El movimiento perpetuo opera como una transitividad, puesto que, al asumir en cada momento su positividad como forma, constituye al ente. Pero tal aspecto positivo, en la medida en que el devenir absolutizado deba, por su propia “mecánica interna”, trasgredir cada vez los límites formales, se dobla en negación. Niega sucesivamente a los entes que su propio discurrir constituye como momentos suyos. Tales son sus dos aspectos: la polimorfia tendida al infinito de la recta numérica, y la infinita, perpetua negación. ¿Dónde y cómo encontramos tal cosa? Atendamos, en primer lugar, a lo que constituye la (des)fundamentación del discurso sadiano, a saber, su declaración de ateísmo. “Si la materia actúa y se mueve por medio de combinaciones desconocidas, si el movimiento es inherente a la materia, si ésta puede a causa de su energía crear, producir, conservar, mantener, compensar, en las extensiones inmensas del espacio todas las esferas cuya vista nos sorprende y cuya marcha uniforme, invariable, nos llena de admiración, ¿qué necesidad tenemos de buscar un agente extraño, puesto que esta facultad activa se encuentra esencialmente en la naturaleza misma, no es otra cosa que la materia en acción?” (1) “A medida que el hombre se ha ilustrado, se ha percatado de que, como el movimiento es inherente a la materia, el agente necesario para imprimir ese movimiento se convertía en un ser ilusorio y que, como todo cuanto existe debe estar en movimiento por su esencia misma, el motor resultaba inútil”. (2)
No es nuestro interés detenernos a examinar estos y otros supuestos parecidos que se encuentran en la obra sadiana. Ya que éstos no son radicalmente distintos del resto de las perspectivas ateas y materialistas comunes en su época. Lo que nos ocupa, como queda dicho, es el examen de las consecuencias que Sade saca de esta negación. Hay en él, por lo menos en primera instancia, un recurso a la naturaleza que le permite negar el mal. “”Siendo la destrucción una de las leyes primordiales de la naturaleza, nada destructivo puede ser un crimen... Y tal destrucción, de la que el hombre se envanece, no es por otra parte más que una quimera; el asesinato no es una destrucción; quien lo comete no hace sino variar las formas”. (3) “Hay que aceptar resueltamente la imposibilidad en que estamos de aniquilar las obras de la naturaleza, considerando que lo que hacemos, al entregarnos a la destrucción, sólo equivale a operar una variación en las formas, pero que no puede extinguir la vida, y supera entonces las fuerzas humanas la tarea de probar que pueda haber crimen alguno en la supuesta destrucción de una criatura, de cualquier edad, de cualquier sexo o de cualquier especie que la supongáis”. (4)
Saturación/Aceleración.
El referente último, en tanto principio formal, otorga límites claros y distintos a los entes. Es así fundamento de orden, de toda estructura normativa. Su negación, en la perspectiva sadiana, conlleva el desorden o, como dice Hénaff, la desregulación del mundo. Un aspecto del orden es la jerarquía, en la cual cada cosa ocupa su lugar o posición en el concierto del todo. El mundo sadiano es entonces un mundo des-jerarquizado donde las diferencias tienden a anularse, a desaparecer.
El universo tiende a hundirse en lo indiferenciado del caos. “El ateísmo integral significa que el principio de identidad mismo desaparece con el garante absoluto de ese principio y por lo tanto que la propiedad del yo responsable está moral y físicamente abolida. Primera consecuencia: la prostitución universal de los seres”. (1) “El “fantasy“ moderno manifiesta en forma explícita esta atracción hacia un estado entrópico . Aparece, tal vez en su modo más extremo, en los violentos escritos de Sade, cuyas fantasías anticipan buena parte de la ficción posterior en su compulsión a un punto cero, a la condición de entropía. El ideal de Sade es una desaparición absoluta de las identidades, una promiscuidad (es decir, una des-unión mezclada, des-ordenada, indiscriminada, heterogénea.)” (2) “El incesto enturbia las diferencias instituidas, para producir diferencias inintercambiables, “monstruos”, impossibilia contra los compossibilia; anula la jerarquía de las generaciones, amalgama los predicados que deben estar separados, en una palabra, realiza la utopía de un mundo sin reglas, que, bajo la invocación de un estado de naturaleza, no es de hecho más que la producción de un mundo desregulado como condición a priori de toda desregulación.” (3) Esto constituiría la vocación “irracionalista” de Sade.
Contrariamente, su pretensión de aplicar “ad infinitum” las consecuencias del “ateísmo integral” lo señala como un racionalista sin mesura. Ya que recorrer la recta numérica del movimiento perpetuo significa, como escribe Hénaff, “decirlo todo”, realizar encarnado el recorrido del “espíritu absoluto”. De cualquier forma Sade tiende a un extremo, a un estado inalcanzable por definición. Al hacer la tipología del personaje sadiano veremos cuál es la clase de frustración que le afecta, la de alcanzar un “crimen absoluto”, que equivaldría a la (imposible) cancelación del movimiento perpetuo. Frustración problemática, puesto que, por otra parte, no vive sino en la trasgresión, la cual necesita para perpetuarse mantener lo que trasgrede. Es la descripción y puesta en escena de esa tensión, de ese movimiento destinado de suyo a no cerrarse, en lo que consiste la literatura sadiana. “La trasgresión es una recuperación incesante de lo posible mismo, en la medida en que el estado de cosas existente ha eliminado lo posible de otra forma de existencia. Lo posible de lo que no existe no puede ser jamás sino posible, pues si el acto recupera ese posible como nueva forma de existencia tendría que trasgredirla de nuevo, puesto que habría que recuperar una vez más lo posible eliminado”. (4)
Pero si lo dicho es verdad para los textos de Sade, ¿no ocurre lo mismo con todo discurso? ¿No es querer “pensar hasta al fin” una pretensión imposible de entrada, condenada de antemano a la frustración? Y dejando de lado la posibilidad de instalarse sadianamente en la frustración, esto es, en el movimiento perpetuo, ¿no se descubre como paradoja todo planteamiento que se lleve hasta sus últimas consecuencias? Tal vez lo específico de Sade no sea el planteamiento, sino su escenificación. Como novelista, Sade inventa ficciones, sólo que esas ficciones son la puesta en escena de un discurso. Se diría que va aún más allá; se diría que en la ficción sadiana queda (d)enunciada la estructura misma del discurso como tal, bajo la forma de una novelística.
De ello resulta esa rara mezcla, o yuxtaposición más bien, de la que da cuenta Hénaff: “Salirse de la forma del tratado como de la simple narración, pervertir a una forma con la otra, producir esa extraña mixtura teóriconarrativa... Hay que medir bien en efecto la paradoja que consiste en inaugurar un relato por una introducción (en la que son presentados los personajes, sus fines, su programa) La introducción es una entrada en materia que pertenece a la categoría del tratado, no a la del relato; se expone en él el objeto y el método de un discurso...” El diccionario tiene derecho a nombrar pero permanece incapaz de particularizar su objeto; el relato realiza esa particularización pero al precio de una censura concerniente al nombramiento de su objeto. Haciendo jugar simultáneamente a uno y otro, poniendo en corto circuito sus posiciones recíprocas, Sade consigue de golpe la manera de decirlo todo”. (5) Quizá la mayor obscenidad de Sade consista en exponer por esta vía las entrañas del discurso, sus mecanismos internos, las costuras de la criatura frankensteiniana. En ello consiste su (a veces proclamada) ilegibilidad.
La “prostitución universal” tiene que ver de algún modo con las posiciones relativas de los entes, esto es, con una noción de espacialidad. La negación del referente tiene también consecuencias para la forma en que los entes se articulan en la sucesividad del tiempo. Marcel Hénaff ha escrito algunas páginas brillantes acerca de la forma como es tratado el tiempo en la obra de Sade. Nos interesa especialmente el apartado titulado “El principio de Aceleración.” “La aceleración es en suma al tiempo lo que la saturación es al espacio”. (6) La “saturación” mencionada por Hénaff significa el acrecentamiento del ente en el plano de la espacialidad. Acrecentarse es ir más allá de los límites propios, transgredirlos, romperlos. El acrecentamiento es el modo como el movimiento perpetuo causa por identificación la transgresión de los límites. Es el “cada vez mayor” de la trama de Los 120 Días... y de La Filosofía en el Tocador. Pero no sólo es un “cada vez mayor”; también es un “cada vez más rápido.” El “principio de aceleración” está dado por la (des)fundamentación del movimiento.
La lectura de Sade deja la impresión de un “crescendo.” La historia del personaje sadiano es la de un recorrido, de una progresión, de una carrera, en la que mucho se corre. El acrecentamiento y la aceleración llegan a constituir, como dice Hénaff, “una extraña sucesividad concebida como paliativo a una simultaneidad ideal”. (7) Se tiende así a abarcar los límites de la totalidad inmóvil, a “saturarla”, límite o ideal imposible de la polimorfia tendida al infinito del movimiento perpetuo, que se revela (al fin) como no-movimiento.
Constitución del Personaje Sadiano.
Las obras representativas de Sade ofrecen una galería más o menos vasta de personajes que, sin embargo, pueden reducirse a dos tipos principales: los “verdugos” y las “víctimas”. Este reparto está dado estrictamente por la función que cumplen en la puesta en escena del mundo des-regulado. En efecto, los dos se configuran a uno y otro lado de la transgresión que el movimiento perpetuo produce al trascender los límites entitativos.
El “libertino” sadiano es quien encarna en sí una condición de movimiento perpetuo, quien, habiendo realizado en sí la crítica de los límites, no tiene otra normativa que la dada por el libre juego de sus pulsiones y su poder. “Ningún límite a tus placeres, salvo los de tu fuerza.”, aconseja Madame de Saint-Ange a Eugenie. (1) Esto significa que el libertino sadiano cuestiona la noción de humanidad en primer lugar en sí mismo. “El ateísmo integral significa que el principio de identidad mismo desaparece con el garante absoluto de ese principio y por lo tanto que la propiedad del yo responsable está moral y físicamente abolida.”. (2) “La perversión correspondería así a una propiedad de ser fundada en la expropiación de las funciones del vivir. Una expropiación del cuerpo propio y del ajeno será, por consiguiente, el sentido de esa propiedad de ser”.(3)
La polimorfia es, propiamente, el horizonte del libertino sadiano, quien ha insubordinado su inmanencia con respecto a toda normativa extrínseca, identificándola con la del movimiento perpetuo. El modo, ya paradójico, de acrecentamiento, en el sentido de la polimorfia, del ente particular, consiste en (tender a) tal identificación. Por esta vía, el sujeto sadiano aspira a serlo todo, a ser el todo. “Querida, soy un animal anfibio; todo lo amo, todo me divierte, quiero unir todos los género”. (4) “El libertino en suma pretende nada menos que resolver un problema de ubicuidad: cómo estar en todas partes a la vez, cómo gozar de todo a la vez”.(5) En su afirmación absolutizada –que será negación absolutizada de todo “otro”– la inmanencia insubordinada aspira entonces al infinito de las configuraciones que el movimiento perpetuo funda (y destruye) en su propio discurrir. El sujeto sadiano está “lanzado” a recorrer sin fin la recta numérica.
El infinito de Sade es esto: la suma total de los puntos de un recorrido; un infinito cuantitativo, discreto y sumatorio. La “historia” individual del sujeto sadiano consiste en el (imposible) recorrido de este infinito; progreso o carrera que reproduce en sí mismo el discurrir del movimiento perpetuo. Así podemos verlo en La Filosofía en el Tocador, que es la historia de la progresiva iniciación en el “libertinaje” por parte de Eugenie; o en Los 120 Días..., que consiste en el relato de 600 “pasiones” –clasificadas progresivamente en “simples”, “complicadas”, “criminales” y “homicidas”– por boca de cuatro narradoras, reunidas para tal efecto por los protagonistas principales (cuatro también) . Estos van perpetrando por su parte una serie (en el sentido más riguroso) de atrocidades en paralelo a los relatos escuchados. Marcel Hénaff hace una importante precisión: “El relato sadiano (por más que se haya dicho) no es verdaderamente picaresco, es decir no es una novela de formación. El libertino sadiano es ineducable o –si se prefiere– incorregible. No es objeto de un devenir, sino el instrumento de una reiteración infatigable de la prueba”. (6)
Se trata, en efecto, de la puesta en escena de un programa, aunque sea el más demencial de todos, o bien, del desarrollo de un predicado analítico kantiano, puesto que la conclusión está contenida en las premisas, aun en el caso en que no se pueda en verdad concluir. El horizonte (ideal) de la inmanencia insubordinada sería lo inmóvil y simultáneo de la infinitud y, por ello mismo, en la trama de las novelas señaladas, todo es cada vez mayor (acrecentamiento) y ocurre cada vez más rápido (aceleración). Proyectada hacia la sumatoria total de las configuraciones, la inmanencia insubordinada tiende a ocupar todo tiempo y todo espacio, cual un fluido que llenase con la mayor rapidez el vacío circundante. Su recorrido es una combinatoria a la que siempre se puede añadir un “+ 1”.
La Negación del Otro.
Al no poder reconocer ninguna limitación extrínseca (sus únicos límites son los de “su fuerza”, como ha dicho Saint-_Ange a Eugenie), la inmanencia insubordinada procede, como por un mecanismo de desborde, a trasgredir (a invadir) todo lo que frente a ella pueda eventualmente alzarse. La aspiración a “serlo todo” conlleva así la transgresión de los límites entitativos del otro y su negación como tal. “Ante el Único, todos los seres son semejantes en nulidad, y el Único, reduciéndolos a nada, no hace más que poner de manifiesto esa nada.” (1) “¿Es caritativo hacer sufrir a los demás para deleite de uno mismo? Los perversos responden que, acostumbrados en el acto de placer a tenerse por todo y a los demás por nada, se hallan convencidos de que es muy simple, con arreglo a los impulsos de la naturaleza, preferir lo que les gusta a lo que les deja fríos”. (2)
En su absoluta negación, la inmanencia insubordinada se transforma en el fantasma o molde en hueco del referente negado, adopta el papel de un absoluto frente al cual todo otro es nada. Es el “Único” de Blanchot. “El criminal, cuando mata, es Dios sobre la tierra, porque concreta entre él y su víctima el vínculo de subordinación en el cual éste ve la definición de la soberanía divina (...) El hombre de Sade niega a los hombres, y esta negación se cumple por intermedio de la noción de Dios. Se convierte en Dios momentáneamente, para que frente a él los hombres se aniquilen y adviertan en que consiste la nulidad del hombre frente a Dios (...)” ¿Quien no se da cuenta de que en esas ejecuciones gigantescas los que mueren ya no tienen la menor realidad, y que si desaparecen con esa irrisoria facilidad es porque estaban anulados con antelación por un acto de destrucción total y absoluta, que sólo están allí, y mueren para testimoniar esta especie de cataclismo original, de esta destrucción que no es válida sólo para ellos sino también para todos los demás”. (3)
La Pasión y la Razón.
La categoría sadiana de la pasión parece corresponder a lo que en un lenguaje más contemporáneo llamaríamos “instinto” o “pulsión”. La pasión, en el mundo de Sade, es para el sujeto causa de la acción, es aquello que lo mueve. Es “la voz de la naturaleza”. “Goza, amigo mío, goza y no juzgues. Deja a la naturaleza el cuidado de moverte a su antojo, y a lo eterno el de castigarte”. (1) La pasión es, así, el determinante de la conducta, su absoluto referente subjetivo. ¿Cómo llega la pasión a constituirse como tal? Dice Georges Bataille: “En otros tiempos se entendía, y es probable que hoy suceda lo mismo, que el mundo opone dos principios: por una parte el del espíritu y por otra el de la materia. No se sostiene, por lo común, que la materia sea el mal y el espíritu el bien. Pero, no obstante, la tendencia de las grandes religiones es la de conceder a la materia el sentido del mal y al espíritu el del bien.” Y añade después: “Para la moral platónica el mal reside en el hecho de que la pasión gobierne a la razón, en tanto que para Sade en el hecho de que la razón gobierne a la pasión”. (2) Vemos que se han introducido aquí varios pares de opuestos: razón/pasión, espíritu/materia, bien/mal.
La razón, al igual que la pasión, puede constituirse en determinante de conducta. En presencia, eso sí, de una normativa trascendente, emanada en último término de un referente absoluto. Ya antes citábamos a Bataille cuando decía que “en la religión, donde el bien es Dios, todo está lleno de sentido”. Precisamente, tal normativa es la que sancionará a las conductas concretas como razonables o no. Ahora bien, en la perspectiva sadiana el referente último y extrínseco será negado, lo cual deriva, en el contexto del “ateísmo integral”, en la caída de la normativa, ya que, como decía Bataille, “la razón nada tiene en sí misma que pueda superar al placer”. Se entra así en el dominio de “la pasión inútil y sin freno de una subjetividad que ya no tiene objeto, límite ni ley” (3), en el campo de la inmanencia insubordinada. La pasión, entonces, pasa a ser el (único) criterio de la acción. “No me encontrará defectos tratándose de libertinaje: es mi único dios, la única regla de mi conducta, la única base de mis acciones”. (4)
Esta descalificación de la razón –si ninguna conducta es preferible a otra, ninguna puede decirse entonces razonable –adopta el carácter de una inversión que pone a la pasión en su lugar. (Inversión señalada por Bataille con respecto a “la moral platónica”). Fácil es poner a Sade en la cuenta del irracionalismo. Fácil, y no por ello descabellado. Pero la razón, en Sade, ¿se desdibuja o cambia de lugar? Marcel Hénaff opina en forma tajante que Sade no es un irracionalista sino un hiperracionalista. Que su texto es el emblema y la exasperación de una razón que no da cuenta ya de la adecuación entre la conducta humana y un referente trascendental, sino que se ha transformado en un instrumento de dominio universal. Si la pasión se ha puesto en el lugar del referente, es porque primero la razón instrumental ha desmontado todo referente objetivo. Si se desemboca en lo irracional de la subjetividad sin freno, ha sido a través de un camino descubierto y despejado por la razón, quien le ha abierto el paso. “Es fácil, más allá del mundo cristiano, imaginar el místico de la frialdad que sería Sade, en la medida en que ésta debe hacer un proyecto de su pasión y preparar fríamente sus terribles atractivos”. (5) Lejos de oponer sin más razón y pasión, Sade ha sabido articularlas en un maridaje de contrarios. “La puesta en escena del cuerpo libertino debe enfrentarse con una especie de paradoja. Por una parte como cuerpo programado, disecado, sin secreto, sin interior, es entregado del todo al escalpelo de la razón clasificadora. Pero, por otra parte, en tanto que libertino, ese cuerpo es el cuerpo deseante, el foco hogar de las pasiones”. (6)

El Mal y lo Fantástico.
Desde el punto de vista de una estructura dada, la transgresión de sus límites puede ser entendida como mal. Esto es así desde la perspectiva del transgredido (la víctima), donde resulta más obvio, pero también desde la del transgresor. Así vemos que el libertino sadiano, como queda ejemplificado por los cuatro verdugos de Los 120 Días..., hace el mal por el mal, ejerce la transgresión en forma consciente y voluntaria, distanciándose de la perspectiva amoral que parece más consecuente con la negación del referente absoluto. “No es el objeto del libertinaje el que nos anima, es la idea del mal”. (1) “Para el depravado libertino, el Mal, y no una acción indiferente por ser determinada por el movimiento perpetuo como para el filósofo ateo, será el fin esencial de la extensión de la esfera de los goces”.(2) Parece obvio pensar aquí en los “placeres de la crueldad”, aquellos que la posteridad llamaría efectivamente “sádicos”; y, sin embargo, junto a aquellas declaraciones que celebran a estos placeres en tanto puesta en escena del mal, hallamos en Sade argumentos que parecen justificarlos en la indiferencia moral nacida de la ausencia de un patrón normativo.
Significativo con respecto a este punto, a esta vacilación entre una celebración y una liquidación del mal, es el papel que las relaciones con Dios ocupan en la obra de Sade. Bataille dice que éste no es ateo a sangre fría, puesto que su ateísmo “desafía a Dios y goza con el sacrilegio”. (3) “No resulta totalmente claro si enfrentamos un rechazo o una negación de Dios”. (4) Como se ve, se trata de la misma vacilación, aunque invertida. Si no hay Dios, es imposible el mal; si hay Dios, son posibles el mal y el sacrilegio. La negación del referente ha negado también al mal. El personaje sadiano llega incluso a desesperar ante la imposibilidad de la transgresión. “Cuando mis malditas reflexiones me conducen a la convicción de la nulidad de ese repugnante objeto de mi odio, me irrito y quisiera reconstruir al fantoche, para que mi rabia tuviese algún objeto”.(5) “La conciencia, al aceptar a la Naturaleza como suprema instancia, no ha renunciado aún al mecanismo de las categorías morales que, en su lucha con Dios, había juzgado necesario y útil mantener: podía vengarse de Dios. Pero una vez rechazado Dios, esta maniobra se ve frustrada por el movimiento perpetuo, pues al absorber la noción de movimiento toda idea de aniquilación, y al no ser esta más que una modificación de las formas de la materia, el hombre ya no puede responder con el ultraje a lo que considera ultraje de la Naturaleza: el hombre se siente no vengado”. (6) Encontramos aquí un eco de las palabras de Jérome, en Justine: “Cuántas veces, rediós, no habré deseado que se pudiese atacar al sol, privar de él al universo, o utilizarlo para abrasar el mundo”. (7)
La distancia infinita que separa al ente de la totalidad, y que en la exasperación de Jérome se manifiesta como imposibilidad de alcanzar un fin que cancele el movimiento perpetuo, se manifiesta asimismo como imposibilidad de transgredir. “He racionalizado demasiado bien mis fantasías. Habría sido mil veces mejor que nunca lo hubiera hecho: si hubiese dejado a mis fantasías en su envoltura criminal, por lo menos me habría excitado, pero mi filosofía les confiere un carácter indiferente e impide que me conmuevan”. (8) Ocurre como en las paradojas de Zenón de Elea: no importa cuánto se recorra, jamás se avanza.
Klossowski expresa este carácter vacilante respecto del mal con toda claridad: “La mala conciencia del depravado libertino representa en la obra sadista un estado de espíritu transitorio entre el del hombre social y la conciencia atea del filósofo de la Naturaleza”.(9) La negrita es nuestra, pues nos interesa que esa vacilación sea la expresión de una transitoriedad. El mal es, entonces, expresión de un momento, el que significa efectivamente la transgresión como “paso”. El mal es el síntoma que denota que la inmanencia insubordinada invade los límites del “otro” para proceder a su negación. “La conciencia del libertino mantiene una relación negativa, por una parte con Dios,, por la otra con el prójimo. La noción de Dios y la noción del prójimo le son indispensables”. (10)
En este sentido la categoría sadiana del mal opera de un modo análogo a la que en otro lugar ocupa lo fantástico. Lo fantástico, de acuerdo a varios autores, consiste también en una transgresión a las leyes naturales. “Lo fantástico...se caracteriza...por una intrusión brutal del misterio en el marco de la vida real”. (11) “Todo lo fantástico es una ruptura del orden reconocido. Una irrupción de lo inadmisible en el seno de la inalterable legalidad cotidiana”. (12) Lo fantástico es la entrada, en el contexto de un sistema de coordenadas, de algo por principio excluido por esas mismas coordenadas. Lo fantástico puede ser el comienzo de la locura, el inicio de la desintegración del mundo, como resulta emblematizado en el relato de Poe La Caída de la Casa Usher. No resulta por ello sorprendente que lo fantástico sea causa de terror y así una gran parte de la literatura y del cine fantásticos devienen también terroríficos. Ahora bien, un autor como Tzvetan Todorov define precisamente lo fantástico como una vacilación, como un momento de paso. “En un mundo que es el nuestro, el que conocemos, sin diablos, sílfides, ni vampiros se produce un acontecimiento imposible de explicar por las leyes de ese mismo mundo familiar. El que percibe el acontecimiento debe optar por una de las dos soluciones posibles: o bien se trata de una ilusión de los sentidos, de un producto de la imaginación, y las leyes del mundo siguen siendo lo que son, o bien el acontecimiento se produjo realmente, es parte integrante de la realidad, y entonces esta realidad está regida por leyes que desconocemos... Lo fantástico ocupa el tiempo de esta incertidumbre. En cuanto se elige una de las dos respuestas, se deja el terreno de lo fantástico... Lo fantástico es la vacilación experimentada por un ser que no conoce más que las leyes naturales, frente a un acontecimiento aparentemente sobrenatural”. (13)
Del mismo modo, el mal en Sade representa el momento previo a su liquidación, de su resolución en una instancia que lo absorbe, absolviéndolo como mal, en un orden mayor que da cabida a lo que desde otra perspectiva no es sino desorden. Sin embargo, dado que el movimiento perpetuo y des-finalizado no puede detenerse, cada nuevo estado de equilibrio –que es, en realidad, un “estado de ente”, con sus límites propios– deberá (cada vez) ser transgredido de nuevo. “La transgresión es una recuperación incesante de lo posible mismo.” El sujeto sadiano no vive sino en esta tensión, en esta vacilación. Su vivir consiste en este recorrido, con las condiciones ya señaladas de acrecentamiento y aceleración. Existe, pues, un cierto estado de frustración que le es inherente, el cual queda expresado por los demenciales dichos de Jerome. “Con total evidencia ” –comenta Maurice Blanchot– “en Sade el espíritu del crimen está ligado a un sueño desmesurado que las frágiles posibilidades prácticas no cesan de degradar y deshonrar”. (14) La distancia que dicha frustración establece es la existente entre el ente (finito) y la infinitud de la totalidad, que es la suma (total) de los puntos del recorrido. Tal distancia sigue siendo infinita, no importa en qué lugar de la recta uno se encuentre. (Si Jerome lograse apagar el sol su frustración, a la que podríamos calificar como “sed invertida de absoluto”, sería exactamente la misma.)
La frustración, empero, resulta relativa en la medida en que el sujeto sadiano reposa de un modo paradójico en el movimiento perpetuo de su inmanencia insubordinada. Esto es expresado inmejorablemente por las palabras dichas por un personaje de Juliette, lady Clairwill: “Querría encontrar un crimen cuyo efecto perpetuo actuase aun cuando yo deje de actuar, de modo que no hubiera un solo instante de mi vida en que, aun durmiendo, no fuera yo causa de un desorden cualquiera, y que ese desorden pudiera extenderse al punto de arrastrar una corrupción general, o un disturbio tan terminante que su efecto se prolongara más allá de mi propia vida.”. (15) No es, entonces, al fin, a la cancelación del movimiento perpetuo, al reposo, a lo que subjetivamente tiende el sujeto sadiano, sino a la transgresión perpetua. A lo que tiende Clarwill es a seguir tendida.
Será la propia Juliette quien responda a la inquietud de Clairwill de modo extremadamente sugerente: “Realiza el crimen moral al que se llega por escrito”. (16) Es decir, conviértete en posteridad literaria; transfórmate en el Marqués de Sade. Es que, en realidad, Sade es un texto, un texto cuyas características deberemos examinar. Por ahora, detengamos en la obsesión de Clairwill por provocar un efecto, esto es, por modificar. Aquí entra a tallar la crueldad sadiana, lo que se suele denominar, efectivamente, sadismo. Geoffrey Gorer nos entrega una interesante definición ampliada de este término: “(...) el placer experimentado al observar las modificaciones en el mundo externo producidas por la voluntad del observador.” Y añade: “Puede aplicarse a las personas o a las cosas, pero lógicamente las modificaciones mayores y más acusadas son las que se realizan sobre otros seres humanos; y los nexos emocionales con otros seres tienden a ser más o menos sexuales”. (17) La negrita es nuestra. Ahora bien, el dolor del objeto es el síntoma más evidente de su modificación, de que ha sido afectado, de que sus límites han sido transgredidos. Sade lo sabe: “Los efectos del placer son siempre engañosos... Hay entonces que preferir el dolor, cuyos efectos no pueden engañar y cuyas vibraciones son más activas”. (18) Y Gorer comenta: ·”Lo indudable es que se pueden determinar modificaciones mayores, más variadas y más evidentes haciendo sufrir a los otros que dándoles placer y, en consecuencia, con más satisfacción para el agente”. (19)
Sade como Texto.
Decir que Sade es un texto significa lo siguiente: que aquello que se pone en juego en sus enunciados, a saber, la puesta en obra del movimiento perpetuo des-finalizado –aquello a lo que el escrito se refiere– es (además) actualizado por el texto mismo y en éste. Y ésta es, quizá, la mayor singularidad de este escritor singularísimo.
Hay en Sade, como dice Marcel Hénaff, una pretensión de “decirlo todo”. Esta pretensión es equivalente, en el orden textual, al recorrido de su principal protagonista, el libertino. Y se manifiesta en el intento de exhibir en lo escrito una concatenación infinita de sucesos, cada uno de los sucesivos momentos que componen la totalidad. Si el sujeto sadiano se lanza a recorrer sin fin la recta numérica, el texto sadiano emprende la tarea imposible de “decirlo todo” (decir el todo) y de decirlo sin resto, a través del mismo mecanismo: el recorrido. Obscenamente, Sade quiere transformarlo todo en superficie. No dejar ningún intersticio, ningún rincón en la sombra, ningún misterio. (No en vano el escritor erótico Restif de la Bretonne lo acusó de viviseccionador.) Su obsesión es de evidente signo cartesiano, obsesión por lo claro y lo distinto. Obsesión por hacer un inventario de la “res extensa ”, que desde esta perspectiva es todo lo que existe. En este sentido es verdad exacta que Sade es un extremo de “Las Luces”, convertidas así en luces de quirófano, ante las que todo ha de quedar expuesto.
Si leemos así las obras de Sade, como ejemplos de una pretensión imposible, habremos de entenderlas como afectadas por la misma frustración que toca al sujeto sadiano. ( Y es que estas obras son quizá sujetos sadianos, los únicos históricamente existentes.) Esta afección hace de ellas productos inacabados, inconclusos, en un sentido distinto al que podríamos predicar de otros casos. El inacabamiento de cualquier obra humana es generalmente accidental y formal; a la Venus de Milo le faltan trozos, pero podemos juzgarla como completa en lo que atañe a su intención estética. Y lo mismo podemos decir de una obra no deteriorada, sino formalmente inconclusa, de aquello que no alcanzó a ser terminado. (1) Pero cuando leemos La Filosofía en el Tocador nos enfrentamos con un texto formalmente concluso. Y, sin embargo, esta característica le adviene más por razones extrínsecas que por una exigencia interna. Con mayor precisión podemos decir esto de Los 120 Días..., cuya enumeración monstruosa puede perfectamente ser continuada “ad infinitum”.
Existe un astuto recurso, a veces usado por Sade, por el cual logra eludir la amenaza de un cuento lineal de nunca acabar. Marcel Hénaff, que ha tomado nota de él, le llama “el gabinete secreto”, ya que esta es la figura concreta y formal que a veces toma en la trama. “Cerca de la sala pública de los goces están los gabinetes secretos en los que podemos entregarnos solitariamente a todos los desenfrenos del libertinaje”. (2) “No sabemos lo que sucede en él, sabemos tan sólo que ello tiene lugar; con lo cual estamos obligados a imaginar una realidad más poderosa que el Discurso, una violencia tal que sólo el silencio pueda ser su garante”. (3) “Un delirio concebido como exceso absoluto no es decible: sólo imaginable en el límite de las palabras”. (4) Un ejemplo de este “dispositivo” es el siguiente fragmento: “(...) Les pido permiso, señoras, para pasar unos instantes a la habitación contigua con este joven. (...) ¿No puede hacer lo que le plazca aquí mismo? (...) No. Hay ciertas cosas que exigen ser veladas. (...) Ah, ¡muy bien¡ ¡Pero al menos pónganos al tanto! (...) Si no lo hace no lo dejo salir (...) Bien, señoras, voy a...pero en verdad, no se lo puedo decir. (...) ¿Entonces hay una infamia en el mundo que nosotros no somos dignos de escuchar y de realizar? (...) Yo les diré. (Habla en voz baja con las dos mujeres) (...) Tiene razón, eso es horrible”. (5) Resulta obvio que si se enunciase explícitamente lo que sucede en el “gabinete secreto” el recurso fracasaría. Habría que proseguir la enumeración, o añadir otro “gabinete”. El “gabinete” funciona entonces como un referente para el discurso; es aquello no dicho en función de lo cual se dice lo que se dice.
Si quedara alguna duda acerca de que Sade/Clairwill siguió el consejo de Juliette, tal vez bastaría, para despejar ésta, la siguiente impresionante confesión, bajo la forma de un parlamento de Armande, compañera de desdichas de Justine: “Es como estos perversos escritores cuya corrupción es tan peligrosa y activa que, al publicar sus horribles sistemas, sólo tienen por objeto propagar más allá de sus vidas la suma de sus crímenes; no pueden cometer otros, pero sus malditos escritos harán perpetrar muchos mas, y esta dulce idea que se llevan a la tumba los consuela de la obligación en que los coloca la muerte de renunciar al mal”. (6) En esto consistiría, pues, el “sadismo” de Sade; en gozar del sueño de un efecto perpetuo, continuado a través de la historia. El texto es el crimen, y el lector el cómplice que, al leer, lo actualiza cada vez. ”Si el crimen último no puede decirse, lo que es necesario es hacer del decir mismo un crimen permanente (...) el “decirlo todo” es formalmente el crimen que engendra todos los que enuncia. Es el crimen sadiano por excelencia. No hay por lo demás ningún otro crimen sadiano”.(7)
El texto de Sade pone en juego sus propios enunciados como si la existencia de un manual de instrucciones fuese el cumplimiento de las mismas. Es en este sentido parte del proceso circular de un programa que se cumple a sí mismo. El significado de esas vueltas especulares sobre sí –como el diálogo entre Clairwill y Juliette, como el parlamento de Armande– está dado por una autorreferencia radical. El texto de Sade está siempre hablando del texto de Sade.
Conclusión. Sade y la Paradoja de Las Luces.
Sade pareciera insertarse en la contradicción inherente al racionalismo absoluto. Abolir toda creencia significa no dejar ningún espacio no racional como apoyo del discurso, que queda entregado así a su propio discurrir por ello mismo incesante. Hume, en sus “Diálogos sobre la Religión Natural”, realizó una crítica de la razón en tanto que fundamento de la vida religiosa, salvando al mismo tiempo la revelación y la creencia espontánea. Rousseau localizó el fundamento último del contrato social en una noción sicológica no racional, la “lástima”. Nada semejante encontramos en Sade. En él no hay ningún escamoteo, ningún paralelo al racionalismo desnudo y consecuente hasta el final. Y quizá lo que se nos escamotea, se nos escapa, sea precisamente dicho final. El ejercicio de la razón se nos revela como una función crítica -ese análisis “que no se detiene fácilmente”- , pero aquí la crítica no se ejerce en nombre de algo, sino que se vuelve sobre sí misma, como el mítico uroboros. La forma que en este punto adopta la paradoja es que la razón no encuentra, precisamente, un criterio de acción razonable. Se vuelve entonces hacia la “pasión”. Y ahora se advierte que el lugar que ésta ocupa en lo que podríamos llamar el sistema sadiano es el que la razón absolutizada le ha asignado. La “pasión” es entonces el “cogito sadiano”, su puntal paradójicamente racional, ya que no razonable. La pasión como criterio de acción significa la entronización de la amoralidad de los hechos, la abolición de la mediatización que el derecho – que por definición es una instancia “otra” con respecto del hecho mismo – supone. La radicalidad del materialismo sadiano encarna así en el sueño de un mundo de pura facticidad, del cual está desterrada toda noción inmaterial.
“Se puede decir” -acota Maurice Blanchot- “que este mundo extraño no está compuesto de individuos, sino de sistemas de fuerzas, de tensión más o menos elevada.”. (1) Sade pareciera poner en reversa la dialéctica hegeliana del amo y el esclavo, devolviéndola a su estado inicial de enfrentamiento puro, de lucha a muerte. El poder, en su sentido más básico, es una constante en el mundo sadiano. El poder, y el enfrentamiento de los poderes, de los “sistemas de fuerzas” que vencen o ceden constituyéndose o disolviéndose en el devenir sin final. El derecho aparece con frecuencia denunciado, en la obra de Sade, como refinamiento, máscara o astucia del poder.
l ejercicio implacable del silogismo desemboca así en decir que no hay nada que decir, quizá también en decir que no hay que decir nada. Es otra forma de la paradoja, de aquella que hace que el discurso que parte de la negación de lo no discursivo no desemboque sino en el silencio.